Por Sheilla Cohen.
Nacemos con una carga genética, un peso de un pasado que no conocimos, de otras vidas que alguna vez fuimos pero no recordamos, con la angustia existencial de un por venir incierto con un final predestinado.
Todos cargamos a nuestros padres, cada uno en un hombro, cargamos el peso de sus expectativas que tienen desde el momento en el que nacemos, hasta el día en el que damos nuestro último suspiro, porque aún cuando ellos mueres todavía escuchamos el sonido de sus voces dándonos lata en nuestras cabezas.
En nosotros proyectan sus deseos de lo que quisieran que nos convirtamos cuando crezcamos, de sus sueños frustrados con la esperanza de que algún día seamos lo que ellos nunca pudieron o se atrevieron a ser, por miedo o porque simplemente fueron incapaces de perseguir su verdadera pasión, posiblemente porque cambiaron de parecer en el camino o quizás porque la misma vida los desvió del camino que originalmente les tenía destinado.
Diariamente cargamos con la pesadez de nuestras propias expectativas y deseos con la ilusión de que algún día se cumplan. Con la obsesión de cumplir nuestras metas para alcanzar el éxito, porque creemos que solo entonces podremos tener todo lo que siempre soñamos y finalmente podremos ser plenamente felices.
Sin embargo, en vez de disfrutar el proceso que implica llegar a esa posición en la que queremos estar, tomándonos el tiempo para apreciar cada uno de nuestros progresos, por más diminutos que éstos sean, sobretodo cuando estamos atravesando por un momento difícil en nuestras vidas en el que somos incapaces de avanzar porque nos sentimos paralizados por nuestras emociones, porque vivimos en una sociedad que solo le importa la productividad.
Una cultura que solo demanda sobre todo lo demás, aún cuando de nuestro bienestar emocional se trata, pero cuando nuestro ser únicamente se basa en lo que tenemos en vez de lo que somos estamos condenados a la eterna insatisfacción.
En un mundo en el cual no hay tiempo para reflexionar porque teme que en el proceso de introspección descubramos que aquello que creíamos ser no es lo que verdaderamente somos o queremos ser, y que las expectativas que teníamos no eran las nuestras, sino las de los demás.
Y nuestros sueños tampoco fueron nuestros, sino un producto de una sociedad que fabrica deseos de objetos que no necesitamos, pero que se encargan de hacernos creer lo contrario para que sintamos la necesidad de consumir sus productos.
Cargamos con el peso de la frustración porque cuando no la realidad no corresponde con nuestras expectativas nos frustramos porque nos resistimos a aceptar lo que la vida nos ha dado en ese momento; porque constantemente estamos deseando lo que no nos pertenece. Nada nunca parece ser suficiente y sentimos que no avanzamos en el camino por más esfuerzo que hacemos diariamente para alcanzar nuestras metas.
Cargamos con el apego a nuestro pasado, de nuestros recuerdos, de esos momentos de alegría que se desvanecieron con el paso del tiempo, de esa juventud idealizada que se evaporó en un abrir y cerrar de ojos, pero sobretodo de esa persona que alguna vez fuimos, pero ya nunca más volveremos a ser.
Nos resistimos al cambio, al ritmo de la vida, al curso natural del tiempo, a vernos salir canas entre nuestros cabellos y arrugas dibujarse en nuestros nosotros, porque alguien, alguna vez nos dijo que la vejez es sinónimo de decadencia.
Cargamos con el peso de nuestros fracasos, porque desconocemos que el verdadero éxito se encuentro en el haber fracasado, porque solo cayéndose se aprende a levantar de nuevo, y así sucesivamente, porque de eso se trata la vida de un caer y levantar, como el niño que aprende a caminar.
Cargamos con el temor de un futuro incierto, de un tiempo que todavía no existe pero cuyo horizonte somos capaces de vislumbrar a distancia, de un destino desconocido para todos nosotros a pesar de que lo único seguro que tenemos desde que el momento en el que nacemos es que todos nos dirigimos hacia la muerte, pero más vale no pensar en ello porque sino; ¿qué sentido tendría todo esto, si solo somos unos pasajeros en un tranvía llamado deseo cuyo destino final es la destrucción?
Caminamos con miedo equivocarnos de rumbo, a tropezarnos con la misma piedra una y otra vez, a estancarnos en el camino y acabar en la deriva, sin un nombre ni un apellido, pasando desapercibidos.
Cargamos con el peso de una identidad que nos fue otorgada sin habérnoslo consultado, de un nombre que nos dieron nuestros padres de un personaje de una historia que no es la nuestra, pero que nos aferramos a ella por temor a descubrir quienes somos realmente.
Cargamos con el peso de un apellido, el que nos fue heredado, otra vez sin nuestro consentimiento, porque nacimos en una familia y en un país, sin que nos dejaran elegir.
Cargamos con el peso de las apariencias, con el apego a a la materia, que nos hemos olvidado que no solo somos carne y hueso, sino también, que hay un alma que habita debajo de esas miles de capas de piel que cubren nuestro cuerpo.
Nos resistimos al cambio, al paso del tiempo, porque nos aferramos a esa imagen de nosotros que nuestra mente quiere conservar porque nuestra identidad es con lo único que se identifica, con la historia que hemos creado de nosotros en el curso de nuestras vidas, pero no hay que olvidar que nada es permanente, todo es pasajero.
Hemos por desapercibido lo realmente importa, el contenido y no la forma, por obsesionarnos con la superficie de las cosas, porque nada de lo que aparenta ser es lo que es; lo que vemos es solo es una ilusión, una cuestión de percepción, un juego óptico de nuestra mente que necesita algo a lo que aferrarse, por eso se apega a lo material, porque teme sentir el vacío que hay en las cosas, porque nosotros somos los únicos que les damos sentido a los objetos, porque sin nosotros carecen de significado.
Cargamos con el peso histórico de una nación, de la cultura a la que pertenecemos y del contexto en el que nacimos, por eso nos resulta imposible deslindarnos de lo que sucede a nuestro alrededor, pero no se trata de olvidar lo que alguna vez sucedió, sino de recordar el pasado sin cargar con el peso emocional de la nostalgia.
Cuando dejemos pasar el tiempo, aceptando lo que somos y lo que tenemos, lo que fuimos y lo que ya nunca seremos. Cuando nos dejamos de resistir al paso del tiempo….solo entonces, seremos capaces de soltar el peso que llevamos cargando todo este tiempo, desde el día en el que nacimos.
Yo todavía no he conseguido cumplir esa misión pero en los pocos momentos que me he permitido soltar el control, cuando por fin he dejado de querer de manipular el orden de las cosas para dejarme fluir con el curso natural de la vida, finalmente he podido sentir la levedad de la existencia.
Vivir sin ninguna carga, sin expectativas, solo aceptar lo que es y se tiene en ese momento, porque eso es no aferrarse a un pasado que jamás volverá, ni a un mañana que aún no amanece, sino a vivir en el único tiempo que existe hoy, que es el presente.
The Burden
By Sheilla Cohen.
We are born with a genetic code, a weight of a past that we did not know, from other lives we had once but cannot remember anymore. We carry our parents, each one in one shoulder and the burden of their expectations from the very first moment we were born, up until our last breath, because even when they die we can still hear their voices in our minds.
They project on us their frustrated dreams with the desire that one day when we grow up we’ll become what they couldn’t or never dared to be, because they were afraid or just weren’t able to pursuit their true passions, maybe they changed their plans in the way, or simply because life itself had a different plan destined for them.
Everyday we carry the heaviness of our own expectations and desires with the hope that some day we’ll be able to fulfill them. With the obsession of reaching our goals in order to be successful, because we think that only when we get there we are going to be able to have everything we’ve always dreamed of and thus we’ll be satisfied and happy.
However, instead of enjoying the process of getting to that position we want to be by taking the time to appreciate every little progress we make –primarily when we are going through a though time in our lives and seems like we aren’t able to move forward because we feel paralyzed by our emotions–; because we live in a society that only cares for productive human beings.
A culture that demands results above everything else, even our own wellbeing, but when our self worth relies only on what we have instead of who we are, we are doomed to eternal dissatisfaction. In a world where there is no time to reflect like the one we are living nowadays, because some fear that in that process of introspection we might discover that what we thought we were has nothing to do with who we truly are or want to be.
That we might find out that the expectations and dreams we once had really weren’t ours, but a product of a society that fabricates desires of things we don’t need, but they make us believe that we want them so that we feel the necessity to buy their products.
We carry the burden of frustration, because when our reality doesn’t match our expectations we get upset with life not only because we refuse to accept what it is given to us in that moment in our lives, because we are constantly desiring what it is not ours. Nothing ever seems to be enough and we feel as though despite the effort we make everyday to reach our goals we are not moving forward.
We carry the attachment of our past, to our memories, to those moments of joy that faded with time, to that idealized youth that went away in a blink of an eye and to that person we once were but are not anymore. We resist the rhythm of life, the natural course of time, we refuse to see gray hair coming out from our roots, wrinkles drawn upon our faces, because we were told being old is considered a synonymous of decay.
We carry the burden of our personal failures because we nobody told us that success is achieved by having failed, because only falling a thousand times, one learns how to get up again. That is what life is all about, falling and rising up again just like a baby learns how to walk.
We carry the fear of an uncertain future, a time that doesn’t exist now but whose horizon we are able to foresee even though it’s still unknown for everyone of us, despite the fact that the only certainty we have since the moment we are born is that everyone is heading towards death, but it’s better not to think about it because otherwise, what will be the point of all of this if we are only passengers in a streetcar named desire whose final destination is its self-destruction?
We walk with fear of choosing the wrong path, of tripping over the same stone, over and over again, of getting stuck on the road, drifting unnoticed without a last name.
We carry the weight of an identity that was given through our parents without our permission, a name of character borrowed from another story that is not ours, but we have hold on to because we are afraid of discovering who we truly are.
We carry the weight of our last name, the one we inherited from our family, again without our consent, because we were born in a family and a country, without having a choice to decide.
We carry the weight of appearances, the attachment to our bodies that we have forgotten that we are not only flesh and bone, that there is a soul that lies beneath the layers of skin that cover our bodies.
We resist change, the course of time, because we hold onto that image of us that our mind wants to keep because we only identify with our identities, the story we have created about ourselves through out the course of our lives; but let’s not forget that everything is temporary, nothing is permanent.
Even though, everything that appears to be is not what it really is, it is only an illusion, a question of perception that plays with our mind, we have paid much attention to what really matters, the content not the surface, because we live in a society that’s obsessed with the appearance of things, that is so attached to material objects, because it face the void of presence, because we are the only ones that give meaning to objects, because without them they are worthless inanimate man-made objects.
We carry the weight of the historical past of a nation, a culture to which we belong and the context in which we were born, that is why it is impossible for us to separate ourselves from what’s happening around us; but it is not about forgetting what once happened, but remembering the past without carrying the emotional weight of nostalgia.
When we let time go by, accepting who we are and what we have, what we were and what will never be again. When we stop resisting the passage of time, only then we’ll be able to start let go of the weight we have been carrying on all this time, since the day we were born.
I still haven’t succeeded accomplishing that task, but in the few moments I have allowed myself to let go of control, when I finally stop wanting to manipulate the order of things and stat letting myself flow with the natural course of life, that is when I finally have felt the lightness of existence.
Try leave the weight you have been carrying all this time in your back behind, try to live with no expectations, just accept the moment, because that is what there is right now, so try not to hold much to a past that will come back, nor to a tomorrow that hasn’t dawned yet, but to live in the only time that exists today, which is the present.