Por Sheilla Cohen.
La idea de compartir nuestras experiencias, sentimientos, y opiniones en el preciso momento en el que suceden, está modificando nuestra forma de ser porque estamos utilizando las redes sociales para definir quienes somos.
Esa forma de pensar nos ha hecho caer en un juego de apariencias en el que somos en la función de lo que compartimos, es decir, nuestra autoestima depende de la aprobación que tenemos en las redes sociales. Actualizar nuestro perfil en cada una de las redes sociales y estar constantemente subiendo nuevo contenido es una de las reglas obligatorias del juego, al menos que seas un simple voyeur.
En ese sentido, nuestros perfiles en estas plataformas se han vuelto nuestra carta de presentación ante los demás, en la manera de obtener trabajo, un date o simplemente hacer nuevos amigos.
No obstante, en este proceso de construir a esa nueva “persona”, nos hemos convertido en otra persona completamente ajena a quienes somos en la vida real, en una versión editada y mejorada de nosotros mismos, para cumplir con las expectativas de la sociedad.
Si la proposición cartesiana “Pienso, luego existo” reflejaba el inicio del racionalismo, concibiendo el acto de pensar como precedente a la existencia. Hoy en día, el mantra que mejor describiría el pensamiento contemporáneo de una sociedad hiperconectada sería: “I share therefore I am”, que traducido al español sería algo así como: “Comparto, luego existo” o “Existo en la medida en la que comparto.”
La necesidad de ver y ser visto se ha vuelto parte de ese mismo juego de apariencias en el que se vuelto una necesidad para sobrevivir en el mundo digital en el que vivimos en la actualidad.
Lo más preocupante, es que muchas veces creamos experiencias para tener algo que compartir, para sentir que estamos vivos, porque sin la mirada aprobatoria del otro creemos que no existimos.
Desde esta perspectiva, compartir la versión editada de nuestras vidas se ha vuelto el principal medio para reafirmar nuestra identidad, perdiendo lo que nos hacía diferentes por imitar a los demás.
Todos escribimos los mismos captions, visitamos los mismos lugares, vemos las mismas exposiciones de arte y hacemos las mismas fotos, es decir, no solo hay una homogeneización del contenido, sino de la cultura.
¿Dónde están esas voces disidentes en un espacio que se dice ser plural cuando realmente solo se escuchan las mismas voces repitiéndose una y otra vez hasta el cansancio? Hemos perdido eso que nos hacía únicos en el camino, nuestra esencia, porque ya no hay espacio para la discrepancia.
Diariamente nos bombardean con nueva información, correos que tenemos que contestar cada mañana, resúmenes de las noticias del día, memes que nos comparten amigos, miles de mensajes pendientes en whatsapp de grupos que formamos parte y hemos tenido que silenciarlos o directamente abandonarlos porque nos quitan la paz.
Vivimos alienados con nuestros dispositivos tecnológicos, sobre estimulados visualmente, saturados mentalmente de tanto ruido que no solo somos incapaces de asimilar su contenido, sino que además, nos hemos acostumbramos a su incesante presencia, es decir, a la ausencia de silencio. El exceso de ruido nos impide escuchar nuestra propia voz.
Nuestra realidad no solo se ha visto transformada por la presencia de la tecnología y las redes sociales, afectándonos todas las áreas de nuestras vidas, al grado que permanecemos la mayor parte de nuestro tiempo inmersos en nuestros dispositivos móviles en vez de estar el momento presente.
Desde algo tan simple como el acto de comer ha dejado de ser lo que era antes para convertirse en algo demasiado complicado. Nunca falta en una comida con tus amigos, cuando estás a punto de comer el primer bocado, el que es un foodie te detiene y empieza a ordenar perfectamente la mesa para sacar la foto perfecta que sea lo estéticamente apetecible para sus seguidores de Instagram.
Hasta algo más complejo como las relaciones amorosas, se oficializan cuando cambiamos nuestro estado civil en Facebook, anunciamos nuestra ruptura al mundo entero cuando eliminamos todas las fotos de nuestros exes de Instagram, o en el peor de los escenarios, directamente optamos por bloquearlos de todas las redes sociales en un intento desesperado de eliminar de nuestra memoria esos recuerdos de nuestra relación con “esa persona” como si fuera un extraño que nunca hubiéramos conocido, como si todo lo que vivimos fuera solo un sueño pasajero que olvidamos al despertar la mañana siguiente.
Paradójicamente, en un intento por congelar el momento presente y preservarlo en nuestra memoria virtual para que no se olvide con el tiempo, queremos capturarlo todo con nuestros dispositivos móviles.
La gran nube se ha vuelto una extensión de nuestra memoria, y qué bueno que ahora podamos almacenar cosas que nuestro cerebro no tiene la capacidad para hacerlo, pero creo que hemos confiado demasiado en la tecnología y muy poco en la capacidad del ser humano para seleccionar los momentos que merecen ser recordados.
El problema con nuestra obsesión por compartir todo lo que hacemos diariamente es que hemos dejado de vivir el momento presente por mirar la vida pasar a través de nuestras pantallas.
Honestamente, ¿cuándo fue la última vez que nos aburrimos esperando nuestro turno en la fila sin actualizar nuestras pantallas con la esperanza de que aparezca un nuevo contenido que nos mantenga entretenidos para no sentir la eterna espera?
¿Y que dejamos de voltear a ver nuestro entorno para apreciar el contraste de colores que tienen las flores y nos percatamos de la sombra que los árboles proyectan sobre el pavimento de las calles?
Recuerdan, cuándo la última vez que tuvieron una conversación en tiempo real sin ser interrumpidos por nuestros dispositivos móviles, que miraron al otro cara a cara sin esconderse detrás de una pantalla y sintieron el calor de su cuerpo sobre su piel.
Me pregunto, ¿cuándo dejó de ser la vida suficiente para tener la necesidad de crear un mundo virtual en el cual evadir nuestra realidad?
Dicho esto, a pesar de que la manera en la que nos relacionamos con los otros se ha visto modificada desde el surgimiento de estas plataformas sociales; los que nos hemos visto mayormente afectados somos nosotros.
Todos hemos pasado por ese fatídico proceso de construir nuestro perfil cuando abrimos una cuenta nueva en alguna de la tantas redes sociales que hay en la web. En este proceso construimos una especie de alter ego que nos permite ser todo lo que siempre quisimos ser pero no podemos ser en la vida real; ya sea porque no nos atrevemos a quitarnos las máscaras que cubren nuestra verdadera personalidad, porque somos demasiado tímidos para tener una conversación cara a cara en tiempo real, o simplemente porque estar detrás de nuestras pantallas resulta más cómodo y nos da una sensación de seguridad ficticia que nos permite mostrar una faceta de nosotros que hasta entonces nadie antes había conocido.
En ese sentido, todo lo que compartimos en las redes sociales; nuestras fotos, las stories, hasta nuestras opiniones están cuidadosamente editadas por nosotros. Lo que quiere decir es que nuestras publicaciones son lo que permitimos que los demás sepan acerca de nuestras vidas.
Por lo tanto, si lo que compartimos es solo un pequeño fragmento de nuestras vidas y el perfil es solo una construcción de nosotros, entonces, esa imagen que proyectamos ante los demás dista mucho de lo que verdaderamente somos en la vida real, pero seguimos haciéndolo porque es el ideal que aspiramos a ser algún día. Y esto podrá sonar repetitivo, pero el mundo virtual nos permite ser todo lo que no somos, pero siempre quisiéramos ser.
Por ese motivo, en las redes sociales la gente siempre parece estar feliz con una sonrisa radiante dibujada en sus rostros, porque necesitamos ver imágenes y mensajes que nos motiven a seguir adelante sin mirar atrás.
De ese modo es como fingimos que nuestras vidas son “todo el tiempo” geniales, cuando todos sabemos que la vida en realidad está hecha de altibajos; porque así como que hay momentos de tristeza, hay otros de alegría, y en entre esos dos estados hay un amplio espectro de emociones que experimentamos en el curso de nuestras vidas.
Honestamente, no sé a quien pretendemos engañar, cuando todos sabemos que nadie está perfectamente maquillado y vestido impecablemente las veinticuatro horas del día, ni se la pasa viajando todo el año. Entonces, ¿por qué tenemos que fingir una vida que no tenemos creando experiencias para compartir y construir una identidad que no es la nuestra?
El peligro de sobreexponernos en estas plataformas por estar buscando constantemente la aprobación del otro a partir de la cantidad de likes o followers que obtengamos en las redes sociales, es que puede provocarnos ansiedad, depresión e inclusive pensamientos suicidas, sino obtenemos la reacción esperada. Sin embargo, lo que más preocupante no es solo eso, sino que algún día la línea divisoria entre el mundo real y el virtual desaparecerá por completo, y lo más probable es que para entonces, seamos incapaces de distinguir la identidad que hemos construido de nuestras verdaderas identidades.
En un mundo en el cual ser público se ha vuelto una obligación que ha eliminado el derecho a la privacidad, parecería que la única alternativa que nos queda para conservar nuestra intimidad es el derecho a la invisibilidad.
Sin embargo, no sirve de nada que intentemos eliminar nuestra huella digital de la nube –ya que es prácticamente imposible–, ni tampoco de que borremos nuestros perfiles de todas las redes sociales, ni mucho menos que dejemos de publicar contenido si es con una finalidad comercial, altruista o simplemente para compartir nuestros hobbies con nuestros amigos, sino de utilizar estas herramientas para el bien común.
Con la conciencia del impacto que nuestros mensajes generarán en los demás, y con un pensamiento crítico que nos permita tener la capacidad para discernir entre el contenido que es real de todas las falsas noticias, engaños y mentiras que hay navegando en la red.
De lo que se trata es de no sobre exponernos en las redes sociales, no solo porque en el proceso corremos el riesgo de que utilicen nuestros datos personales para fines comerciales y/o electorales –como el reciente escándalo que sucedió entre Facebook y Cambridge Analítica–, sino peor aún, a perder nuestra identidad por el afán de obtener miles de likes para complacer a los demás.
Pero si continuamos exhibiéndonos de esa manera, sin ninguna otra finalidad más que la revalidación externa, estamos permitiendo que las redes sociales nos definan. Y mientras dejemos que nuestra autoestima se base exclusivamente en aprobación del otro, nunca seremos suficientes y dejaremos de ser por nuestra obsesión por compartir.
Por el contrario, si decidimos ir en contra de la corriente, dejando de compartir cada minuto de nuestras vidas, y nos desconectamos de vez en cuando, no solo recuperaremos nuestro derecho a la privacidad, y por consiguiente, a la intimidad, sino aún más importante, esa joie de vivre que hemos perdido en nuestra necesidad por buscar la revalidación externa.
¿Quién sabe, tal vez mantener un poco de misterio sería el punto de partida para cambiar las reglas del juego? En ese caso, ser privado no sería tan mala idea después de todo…
I share therefore I am not
By Sheilla Cohen.
The idea of sharing our experiences, feelings, and opinions at the precise moment in which they are happening, is modifying our way of being because we are using social networks to define who we are.
This way of thinking has made us fall into a perverse and superficial game of appearances in which our self-esteem is based on what we share, our existence depends on how much approval we get from our followers every time we post something on social media.
In that sense, our profiles on these platforms have become our way to introduce ourselves to others in order to get a job, a date or just to make new friends. However, in the process of building this new “persona” we have become someone we’re not, in an improved and edited version of ourselves in order to meet society’s expectations.
Reinterpretation–Barbara Kruger, “I shop therefore I am”, 1990.
If the Cartesian phrase “I think, therefore I am” echoed the beginning of rationalism, conceiving the act of thinking as a precedent to the existence. Nowadays, the mantra that best describe the contemporary way of thinking of a hyper-connected society is: “I share, therefore I am”, which can also be interpreted as “I exist as long as I share.”
The need to see and be seen has become part of that same game of appearances has become a necessity to survive in the digital world in which we live today. Updating our profiles on every social network and constantly posting new content is one of the mandatory rules of this game unless you simply want to be a voyeur.
What’s concerning is the fact that we often create experiences to have something to share, to feel that we are alive, because without the approving eye of the other we believe we don’t exist.
From this perspective, sharing the edited version of our lives has become the primary source to reaffirm our existence, loosing what’s made us unique in order to imitate others. Everyone writes the same captions, visits the same places, sees the same art exhibitions and make the same style of pictures. That’s why not only have we reached a point of homogenization of content, but of our culture.
Where are supposed to be the alternative voices in a space that is praised to be plural when all we keep listening are the same voices, repeating over and over again until saturation? We have lost our identity in the way, because there is no space for difference.
On a daily basis we are bombarded with new information, emails that pop in our inbox every morning, news briefs of the day, memes that we share with our friends, thousands of unanswered messages from our whatsapp groups that we end up silencing or abandoning them for good, because they take away our mental peace.
We live alienated with our technological devices, visually over stimulated, constantly overloaded by so much information that not only are we incapable of assimilating the excess of content there is out there in the web, but we’re starting to get used to the absence of silence, due to their incessant presence. The excess of noise keeps us from hearing our own voice.
Our reality has not only been transformed by the presence of these devices affecting every single area of our lives, to the extent that we spend most of our time immersed in them, instead of consciously living in the present.
From something as simple as the act of eating has become something so complicated. Everyone has one of those foodies’ friends that stop you right when you are about to take the first bite to fix the table in order to take a perfect picture that is aesthetically appetizing for their followers.
To something more complex like romantic relationships, it becomes official once one changes the relationship status on Facebook, announces a break up to the entire world when one removes the pictures where they appear with their ex couple from Instagram, or simply blocked their exes from every single social network in a desperate attempt to erase them from their memory as if everything that happen between them had only been a dream that they can forget when we wake up the next morning.
We want to capture everything in mobile devices so that it won’t fade away with time. Paradoxically, the cloud has become an extension of our memory, and don’t get me wrong, it’s good thing that we finally have the space to save memories that our brain doesn’t have the capacity to do so, but I think we have relied too much on technology and so little on the human’s ability to select the memories that deserve to be remembered.
The problem with our obsession to share everything that we do in our daily lives, is that have stopped living the present moment by staring life pass by through our screens.
Honestly, when was the last time we got bored waiting in a line without updating our screens hoping that new feed will pop up to keep us distracted from feeling the eternal wait until our turn finally comes?
When did we stop turning our gaze to our surroundings and appreciate the vibrant colors of the flowers, noticing the shades of the trees reflected on the pavement of the streets?
Can you remember, when was the last time you had an actual face to face conversation in real time with someone else without being interrupted by your mobile devices from looking at each other, without hiding behind your screens and feeling the heat of the human body against your skin?
I wonder; when did life stop being enough to have the actual need to create a virtual world in order to avoid our reality?
Despite that our relationship with others has been affected ever since the presence of these virtual platforms, we are the ones that are being affected the most.
All of us have gone through the boring process of building a profile in one of the too many social networks there are out there in the web. In this process, we create a sort of alter ego that allow us to become a better version of ourselves, either because we don’t dare taking off the masks that cover our true personalities in real life, or perhaps because we are far too shy to have a face to face conversation in real time, or simply because having a screen in front of us gives us false sense of security that allow us to reveal a side of us that nobody knew before.
In that sense, everything we share on social media; our pictures, the stories, even the opinions we choose to post is carefully edited by us, which means that whatever we publish is what we want others to know about our lives.
Therefore, if what we share is only a small fragment of our lives and the profile is just a construction of us, then the image we project before others is far from what we really are in real life, but we keep doing it because it’s the ideal that we aspire to become someday.
And this may sound repetitive, but the virtual world allows us to be everything we are not, but we always want to be. Perhaps the reason why people on social media always seem to be happy with radiant smile drawn in their faces, is because we need to see aspirational images and motivation messages that’s keep us going from looking backwards.
Apparently, in these platforms we pretend that our lives are –all the time– awesome, when everybody knows that life is made of ups and downs, because just as there are moments of sadness, there are others of joy. And in between those two states, there is a wide spectrum of emotions that we experience through the course of our lives.
I really don’t know why do we keep pretending life is perfect when everybody knows that nobody wears make up and is perfectly dressed up twenty-four hours a day or spends the whole year traveling.
So, why do we keep on faking a life we don’t have in order to create experiences to share with an identity that is not ours?
The danger of overexposing ourselves in these platforms by constantly seeking the approval of the others the amount of likes or followers we get from posting something on social media implies emotional consequences such as anxiety, depression and even suicidal thoughts for not getting the expected reaction.
But what’s even more concerning, is that one day the line between the real and the virtual world will disappear completely, and when that time comes, the more likely that we will no longer be able to distinguish the identity we have build from our true identities.
In a world in which being a public has become an obligation that has eliminated our right to privacy, it seems that the only alternative left to preserve our intimacy would be our right for invisibility.
It’s useless trying to erase our blue print from the cloud –since it is practically impossible– nor about deleting our profiles from every single social media there is in the web, much less that we stop posting content, specially if it’s for altruistic or commercial purposes, or simply because we want to share our hobbies with our friends.
But of having the awareness of the impact they will have on others and the critical mind capable of discerning the real content from all the fake bullshit there is out there surging on the web.
However, we must first stop exposing ourselves for no other purpose than external revalidation, because if we keep basing our self-esteem on the approval of others we will never be enough and we might end up losing our true identities just to please others in order to get millions of likes.
Otherwise, if we continue over sharing our lives, not only are we risking our personal data from being used for commercial and electoral purposes –like the recent scandal that happened between Facebook and Cambridge Analytics–, but we are allowing them to define who we are.
On the other had, if we decide to go against the flow by stop sharing every single moment of our lives, and turning our smartphones off once in a while, not only are we gaining back our right for privacy and need for intimacy, but most importantly, the joie de vivre we have we lost in our obsession for external revalidation.
Who knows, perhaps keeping some mystery would be the game-breaker that would change the entire rules of the game? Then maybe being private wouldn’t be such a bad idea after all.